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El valor del archivo y el germen de Profe, una pregunta

30 enero, 2019

Hoy estoy un poco vaga*, así que me vas a permitir que tire de archivo.

(*Definición de «vaga» en esta ocasión: liada con un montón de proyectos que me hacen mucha ilusión y de los que no puedo decir mucho aún por no gafarla, pero uno empieza por «no» y acaba por «vela nueva». Los otros mejor no los miento, que la lío y luego tengo que llenar la casa de velas bendecidas, por eso de espantar el mal fario, y no es plan).

Otra cosa no tendré, pero artículos de archivo tengo una buena pila. Antes de abrir este blog que estás leyendo, escribí otro durante diez años, de forma muy irregular y muy desordenada, en el que hablaba hasta del tamaño de mis pies (ojalá bromeara). Ya no está a la vista de los mortales por temas de SEO y de vergüenza propia y ajena, pero yo sí tengo acceso a él y de vez en cuando le echo un vistazo.

Me releo a mí misma, sí, qué pasa.

No soy la única que lee sus artículos de archivo, lo sé de buena tinta, aunque es verdad que dicho así suena un poco raro. A veces lo hago porque no recuerdo lo que he escrito y me sorprendo al encontrar ciertos textos (no siempre de manera positiva). Otras, como hoy, porque tras diez años siempre hay algo que puedo reciclar y traer al presente con una buena revisión cuando la creatividad me falla.

A veces, incluso, descubro que el germen de mi último libro ya estaba allí y lo escribí dos años antes de enviarlo a la editorial. Como ahora. Es como el 10 year challenge, pero en formato blog.

¿Te puedes creer que no recordaba este artículo y es casi el índice de Profe, una pregunta?

Así que aquí te lo dejo, para que veas que hace tres o cuatro cursos tenía las mismas dudas que tengo hoy en día. Bueno, alguna menos, que ya se sabe que con la edad, todo aumenta.

Menos la sabiduría. Al menos en mi caso.

De reinvenciones, ensayos y errores

(Artículo publicado originalmente en octubre de 2016)

No sé qué tienen los lunes este año que me dejan literalmente para el arrastre.

Quizás sean las cinco horas de clase, o las dos horas de formación que vienen después, o las compras que suelo tener que hacer siempre nada más salir del colegio porque nunca aprenderé a hacer la previsión de mi despensa bien y siempre me quedaré sin algo en casa antes del miércoles, que es cuando suelo hacer la compra tranquila.

No lo sé; solo sé que este curso los lunes llego a casa sobre las siete y lo único que me mantiene despierta y en posición vertical es la promesa de una cena rica y quizás un par de capítulos del libro que me esté leyendo en ese momento. El año pasado, según salía de trabajar, llegaba a casa, cogía una manzana y los libros y me iba a una hora de alemán. Os juro que no me reconozco.

Y es que empiezo a pensar que estoy haciendo algo mal, que estoy desaprendiendo lo que una vez supe, que no he adquirido ni una sola habilidad didáctica en los últimos veinte años, porque no es normal que mi lista de deseos de Amazon tenga más libros sobre educación que de ficción.

Me estoy haciendo una interminable lista titulada «libros que leer antes de jubilarme para que me sirvan de algo» (no confundir con «libros que leer antes de quedarme ciega», que tiene mucho que ver con «libros que leer cuando empiece con el Alzheimer» y que probablemente, y al paso que vamos con lo de la jubilación, serán listas bastante parejas en el tiempo) que empieza a tomar proporciones bíblicas. Los libros que quiero leerme abarcan temas relacionados con (pero no limitados a):

  • La inteligencia emocional.
  • La creatividad en el aula.
  • La adquisición de lenguas en un entorno comunicativo.
  • El uso de las tecnologías en el aula.
  • El juego didáctico y su uso en el aula de Lengua Extranjera.
  • Cómo ser maestra y no morir en el intento.

Viendo la lista de títulos, no puedo evitar una profunda reflexión: ¿qué cojones aprendí yo en magisterio si a estas alturas de la película estoy así?

La respuesta es inmediata: aprendí a hacer unidades didácticas, habilidad que solo me ha servido una vez en mi vida (aunque fue para aprobar unas oposiciones, no está mal) porque ya vienen hechas en el libro de inglés/lengua/conocimiento del medio/matemáticas/etc.

Vale, sí, bien, me digo, pero llevas veinte años dando clase, la experiencia es un grado, que se dice siempre. ¿Qué he aprendido yo en veinte años soltando la chapa delante de una pizarra? Veamos:

  • Sé hacer fotocopias con prácticamente cualquier fotocopiadora del mercado (hoy me han puesto una nueva y me he lucido).
  • Sé plastificar las imágenes que encuentro en Google.
  • Consigo, más o menos, que ningún niño o niña se fugue de clase mientras están bajo mi tutela.
  • He aprendido a ser severa sin que mis alumnos y alumnas me odien (que no es moco de pavo).
  • Por fin he conseguido controlar mi mala leche (jajajajaja, no, esta es coña).

De todo lo demás empiezo a pensar que no tengo ni idea.

Cada día que pasa, en lugar de sentirme más segura en mi trabajo, me surgen más dudas.

Pero no porque yo vea que mis alumnos y alumnas no aprenden (lo hacen a pesar del docente, como decía una compañera); no porque no vengan a clase motivados/as y con ganas de hacer lo que les digo; no porque el día a día con ellos y ellas me diga que me estoy equivocando.

Dentro del aula soy la persona más segura de sí misma que existe.

Tengo el don de atraer la atención de veinte niños y niñas de cuatro años, y de no perder en ensoñaciones a niños y niñas de doce. Puedo hacer que una cría que no habla ni inglés, ni castellano ni euskera se interese por lo que estoy diciendo, y conseguir que una niña que no había dado inglés hasta cuarto alcance a sus compañeros y compañeras de clase (y supere a muchos) para cuando llegue a sexto.

Pero ¡ay!, no sé nada de gamificación. No tengo blog de aula, no utilizo las TIC a todas horas, soy severa con ellos y ellas y exijo resultados; pongo malas notas a los que se las merecen (pero no mando deberes, así que los críos me adoran), levanto la voz en clase y pongo negativos si no entregan los trabajos a tiempo.

«¡¿Qué dices, insensata?!», gritan esas masas que se reúnen todos los sábados para acudir a talleres donde ponen a parir a gente como yo. «¿No has oído hablar de que no hay que frustrar a los niños? ¿No te ha dicho nadie que hay que dejarles escoger la tarea que ellos y ellas quieran hacer en cualquier momento? ¡Y no usas pizarra digital! ¡Y les «obligas» a hablar en inglés! ¡Y sigues un libro de texto! ¡Anatema! ¡Excomunión! ¡De vuelta a las trincheras, y que las dinosaurias como tú desaparezcan!»

Me pregunto si nuestros profesores y profesoras tenían las mismas preocupaciones cuando nosotras éramos crías. Y eso que yo estudié en una escuela bilingüe en euskera en una época en la que el único ejemplo de bilingüismo venía de Quebec, pero no recuerdo que nadie experimentara conmigo.

Ahora, sin embargo, tengo la sensación de que todo es ensayo y error, todo es deprisa y corriendo, todo es «deja de hacer eso y prueba esto otro, que seguro que sale mejor». No digo yo que tengamos que cerrarnos a las nuevas metodologías (estoy deseando trabajar por proyectos, dar al alumnado la opción de aprender a su propio ritmo, sin tener que estar todo el día sentados y escuchando a la chapas de turno), pero tampoco podemos pretender reinventar la rueda cada mes.

Ya he perdido la cuenta de cuántas horas he metido en casa intentado empaparme de nuevas tecnologías que me sirvan en el aula (cuando ni siquiera tengo pizarra digital en la clase de inglés), de trucos y maneras de dar plástica en inglés, de cómo conseguir que mis alumnos y alumnas amplíen su vocabulario sin necesidad de mandarles deberes (no porque esté de moda no mandarlos, sino porque en muchas casas son inútiles y solo provocan discusiones).

Y estamos en octubre, señoras y señores.

Que como siga a este ritmo, yo no llego a Navidad.

Y eso que me gusta mi trabajo y no me importa hacerlo gratis (si me pagaran las horas que meto en casa, sería millonaria), pero una tiene sus límites. Y sus obligaciones fuera del aula. Que más de un día me he ido de casa sin dar de comer a los pobres gatos por estar pensando en todas cosas, y los pobres mininos no tienen culpa de nada. Si hasta de alemán me he tenido que borrar porque no me da la vida, oigan.

Y claro, a todo esto, la casa sin barrer. ¿Qué voy a cenar hoy?

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