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Un profesor se despide, de Ricardo Fernández Aguilà. Reseña.

9 octubre, 2017

Hoy en día abundan los libros sobre educación. Los hay muy interesantes, de los que te hacen pensar y replantearte cómo das tu clase, como cualquiera de los de Ken Robinson y su obsesión por la creatividad en la escuela (que es un tema que da para mucho y con el que no estoy del todo de acuerdo con Sir Robinson, pero quién soy yo para llevarle la contraria). Los hay más amenos, como el maravilloso Dilo en voz alta y nos reímos todos de Nando López, que, acompañado de su cuenta de Twitter, nos arranca una carcajada hasta en esos días en los que reír no entra en tus planes. Los hay a patadas sobre nuevas tecnologías, el uso de las TIC en el aula, cómo llevar la gamificación al aula (lo que quiera que eso sea)…

Y sobre todo, abundan los libros «buenrollistas» de gente que se echa flores, dice que esto de la educación no es para tanto, que cualquiera puede hacerlo «si de verdad te importan tus alumnos» y están firmados por personas a las que les ha faltado tiempo para salir del aula en cuanto han visto que esto de escribir y vender libros y salir por la tele es mucho más fácil que lidiar con enanos.

Ah, y también hay «youtubers» que dan clase mejor que cualquier maestra o maestro. Desde el otro lado del mundo y solo con una cámara enfrente en lugar de los veinticinco alumnos que tenemos los demás, claro.

(Inciso que quizás no venga a cuento, pero que sí que viene, claro que viene: el noventa por ciento de estos libros –por no decir el cien por cien– están escritos por hombres, dato curioso teniendo en cuenta la proporción de hombres y mujeres que hay en esta profesión. Pasa lo mismo con los puestos directivos y la gente encargada de la tecnología en los colegios, no digamos ya en los institutos. Qué ganas tengo de que Maestra de Pueblo saque el suyo, madre.)

No hace falta saber mucho del tema para ver que los que escriben son, en su mayoría, «expertos» que no han pisado un aula en su vida, o si lo han hecho ha sido para dar una «clase piloto» con un grupo de adultos, cámaras y micrófonos presentes (lo que te asegura que nadie en clase se mueva de su sitio, que nadie dé la nota, te monte un pollo o pegue un moco en la chaqueta del de delante). Los pocos docentes que sí lo han hecho parecen vivir en los mundos de Yupi, en un entorno donde el amor, el cariño, los juegos y el kumbaya soluciona todos los problemas, incluidos los abusos físicos, pasar hambre o estar tan consentido o consentida que un suspenso se convierte en amenaza de despido (o agresión) para el docente.

Por eso, cuando encuentras un libro que refleja la realidad de una manera tan fiel como Un profesor se despide, no puedo evitar hablar de él y estrenar esta sección de reseñas en la que incluiré libros sobre educación que de verdad merezcan la pena ser leídos; o sea, libros de gente con los pies en la tierra que sabe cuál es la realidad del aula y tiene las herramientas para enfrentarse a ella (siempre en la medida de lo posible, claro).

Este libro de Ricardo Fernández Aguilà sale hoy (9 de octubre) a la venta, pero yo he sido de las afortunadas que lo ha podido leer antes. Son apenas doscientas páginas que se leen de un tirón, lo que nos ayuda a imaginar lo amenas que han tenido que ser las clases de este profesor de literatura que se jubila. Así como hay gente que nunca debería de haber entrado en un aula, también hay gente que nunca debería de abandonarlas, por más que le haya llegado la edad de la jubilación.

(Estoy segura de que él está contentísimo de poder dedicarse a lo que le dé la gana, por supuesto, y le deseo lo mejor. Se lo ha ganado.)

El libro está estructurado como si fuera una novela, con dos personajes ficticios que no pueden ser más diferentes. Uno es el profesor que llega, un chico joven que basa sus clases en los avances tecnológicos, que tiene muy claro que su trabajo tiene un horario concreto y es capaz de desconectar en cuanto sale por la puerta, y que piensa que con ponerles vídeos y Power Points los chicos y chicas vana a aprender solos. El otro es el profesor que se jubila, alguien que confía en los libros de texto, que guarda el material que ha ido acumulando a lo largo de los años en carpetas de cartón y solo usa el ordenador cuando la administración le obliga a ello.

En una de esas carpetas guarda un diario de su último curso en primero de Bachiller, donde describe sus clases y se para a recapacitar sobre lo que hace bien y lo que hace mal, lo que funciona y lo que no, sobre cómo llegar a esos alumnos y alumnas que están dos generaciones detrás de él. Por supuesto, para cuando llegamos al final de este diario, el profesor jubilado se ha ganado al lector o lectora de calle y ya odiamos con saña al pobre profe nuevo que se cree que lo sabe todo. Sobre todo, nos hace ver algo muy importante y que a menudo olvidamos: necesitas que tus alumnos y alumnas te importen para conseguir que aprendan. Si no, es imposible.

Vivimos en un mundo obsesionado con los avances, con la tecnología. Oímos a «expertos» decirnos que por qué no permitir que utilicen el móvil en el aula, cuando ya lo usan para todo en su vida cotidiana, cuando es ya parte de su memoria y su forma de funcionar. Pues quizás porque hay más maneras de aprender, y nos estamos centrando tanto en la tecnología que nos olvidamos de que no a todo el mundo le ayuda. Quizás porque esa sobredosis de móviles, de ordenadores, de tabletas, provoca precisamente que la novedad sea una obra de teatro o leer un texto con alguien que te lo explique.

Quizás porque, de vez en cuando, los y las adolescentes necesitan el toque humano, un «te veo y tú me ves» que tanto nos falta hoy en día, también a los adultos.

Quizás porque un buen docente puede hacer maravillas con un simple folio, y uno malo necesita sentirse protegido por los fuegos artificiales de la tecnología.

(O al revés, claro. Hay docentes maravillosos a ambos lados de este continuo, y deberíamos dejar de una vez de juzgarlos –juzgarnos– basándonos solo en lo mucho o poco que utilizan –utilizamos– la pantalla digital.)

Plataforma Editorial estrena con este libro su colección «Dentro del aula», y como todo lo que publiquen vaya tan directo al corazón como este libro, me aseguraré de que no me falte ninguno. Es difícil observar a nuestros compañeros y compañeras en el aula, pero documentos como este ayudan, y mucho. Los docentes (y sobre todo LAS docentes) deberíamos escribir y contar más lo que pasa en el aula cuando se cierra la puerta y los «expertos» nos dejan trabajar.

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