Cualquiera que lleve cierto tiempo dando clase sabe que el nuevo año no empieza el uno de enero, sino el uno de septiembre. Contamos la vida por cursos, no por años naturales, y los propósitos de Año Nuevo los hacemos el treinta y uno de agosto, entre lágrimas de agonía porque el fin del verano ha llegado y nos ha pillado, otra vez, por sorpresa.
Aun así, a menudo las fechas señaladas ayudan a enderezar el rumbo. Es verdad que lo ideal sería revisar nuestra práctica docente día a día y fijarnos en qué estamos haciendo mal (o bien) en cuanto terminamos la jornada, pero somos seres de costumbres y hábitos fijos y es muy difícil darse cuenta de que hemos caído en las mismas rutinas de siempre.
Por eso vienen bien los propósitos, ya sean el uno de enero o en septiembre. Claro que la gracia de los propósitos de año nuevo radica en que sean alcanzables, al menos si nuestra intención es lograrlos, en lugar de hacer uno de esos memes que tanto abundan estos días por las redes. Si de verdad queremos que lo que nos queda de año (apenas seis meses, ¡socorro!) nos cunda más, hemos de ser realistas y olvidarnos del equivalente a “de este año no pasa, ¡voy a dejar de fumar!” en el aula, que viene a ser “este año termino el temario, este año no pongo más exámenes, este año no voy a volver a levantar la voz”… Etcétera, etcétera.
Para ello, nuestros propósitos tienen que tener ciertas características. Cualquier “coach” de esos que tanto abundan en todos los campos os lo podrá explicar mejor que yo, pero seguro que no más breve.
(Bueno, igual sí. Uno de mis propósitos de Año Nuevo es no ser tan chapas).
Mide tus propósitos
Cuando nos marcamos un objetivo en lo que sea, lo primero que debemos tener en cuenta es cómo medir el grado de consecución de ese objetivo. “Voy a ser mejor docente” no es medible, por ejemplo, pero “voy a llevar la agenda al día y a entregar todos los papeles a tiempo”, sí.
(Esto va por mí, que vaya primeros seis mesecitos llevo en dirección. Pero a partir de ahora prometo no olvidarme de una sola fecha, ¡por mi honor!).
Si lo que quieres es ser mejor docente, analiza qué cosas de tu práctica diaria pueden mejorar proponte mejorar esas cosas. Por ejemplo:
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Voy a ser más puntual y tratar de llegar a mi hora a cuidar el recreo y los cambios de clase.
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Voy a ser más ordenada. En mi mesa no va a haber más que un cuaderno y el tarro de los bolis.
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Voy a utilizar una herramienta TIC que no haya usado nunca en mis clases. Solo una. En cuando me sienta cómoda con ella y pueda utilizarla con soltura, pasaré a la siguiente.
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Voy a reservar una hora a la semana para trabajar la expresión oral, porque hasta ahora la única que habla en clase soy yo.
Os hacéis una idea, ¿verdad?
Sé consciente de qué puedes cambiar y qué no
Voy a hacer una confesión muy personal aquí: soy muy gritona. Gritona nivel «me oyen en la clase de al lado», gritona nivel «he hecho que a más de uno se le caiga el lápiz del susto». Me avergüenza más que llevar la etiqueta de la ropa nueva colgando por fuera y que un completo desconocido tenga que señalármela (true story), pero es así.
Uno de los propósitos que me hago cada año, y que cada año termino incumpliendo, es no volver a levantar la voz en el aula. No necesito dar un berrido para mantener el orden (conozco el poder de una mirada bien dirigida, mucho más poderosa que un grito) y voy mejorando cada año, pero todavía se me escapa un “¡¡QUÉ PARTE DE SIÉNTATE DE UNA BENDITA VEZ NO HAS ENTENDIDO!!” que me hace sentir una piltrafilla humana en cuanto sale por mi boca.
Y es que lo de ser gritona es algo que llevo muy dentro de mí y que no se cambia con un simple propósito. Igual que la gente que es impuntual, o despistada, o tiene tendencia a enrollarse con un tema que le gusta y por eso no termina nunca el temario. Decirte “este año sí termino todo lo que tengo que dar” cuando, al llegar a la Generación del 27, se te va la olla de mala manera, es una forma de sabotearte a ti misma. No es algo que esté en tu mano, o no del todo.
Pero sí puedes hacer ajustes. Sí puedes preparar ese último tema al que nunca llegas de manera que tus alumnos puedan trabajarlo por su cuenta, por ejemplo. (Además, pocas cosas hay tan buenas y positivas como una persona apasionada hablando de algo que le gusta, alguien así no debería cambiar nunca). Puedes probar técnicas nuevas para no olvidar las cosas, tratar de usar una agenda, ponerte una alarma en el móvil para llegar a tiempo, o al menos no tan tarde. Pero no te sabotees. No merece la pena.
Yo he aprendido a pedir perdón. Los niños y niñas entienden que a veces los adultos perdemos los nervios (más cuando les dices “hoy no tengo un buen día, perdonad si soy un poco borde, no es culpa vuestra»), y si ven que luego no hay más consecuencia que ese grito (porque al minuto siguiente me estoy riendo con la mayor tontería), aprenden que eres un perro ladrador poco mordedor. Cuando la disculpa va inmediatamente después del grito, lo anula casi por completo.
Y si encima les das un achuchón después, mejor.
Son tus propósitos, no los de los demás
Que levante la mano quien haya dicho alguna vez algo así (la mía está tan alto que casi toco el techo del despacho):
“Este año voy a conseguir que todos mis alumnos y alumnas aprueben la asignatura”.
“Este año voy a lograr que me entreguen los deberes a tiempo”.
“Por mis narices, esa niña va a aprender a hacer un comentario de texto como es debido antes de que acabe el curso”.
“Van a aprender a pronunciar bien en inglés aunque me cueste la vida”.
Ajá, sí, claro, cómo no.
Los y las docentes tenemos tendencia a creernos dioses. Creemos tener en nuestra mano todos los factores que hacen que un niño o una niña apruebe, esté motivada, venga feliz a clase o no sea víctima de acoso escolar (o no lo ejerza ella), y es verdad que hay mucho que podemos hacer. Podemos motivarles para que estudien (hasta cierto punto), podemos usar ciertas herramientas para que hagan los deberes con mayor facilidad (o no mandarlos, y así no hay problema), podemos dar mejor nuestras clases (eso siempre). Pero hay factores que se escapan de nuestro control, como las situaciones familiares, la motivación intrínseca de cada uno, la capacidad cognitiva, el nivel socioeconómico de nuestra clase.
Podemos ser los mejores docentes del mundo y tener un estratosférico nivel de suspensos. Podemos ser los peores y que toda nuestra clase apruebe. Normalmente no es así, pero puede pasar. Estos ojitos míos lo han visto en más ocasiones de las que me gustaría.
Lo único que podemos controlar es lo que hacemos nosotras. Ir con las clases bien preparadas. Conocer bien nuestra asignatura. Mostrarles en el aula las conductas que queremos que imiten. Formarnos para ser los mejores docentes posibles, porque es lo único que podemos hacer. Y a partir de ahí, esperar que las semillas que plantamos germinen, sin olvidar que no controlamos ni la lluvia ni el sol.
Ay. Qué poética me pongo a veces.
Me encanta hacer propósitos de año nuevo (y de vuelta de vacaciones, aunque sea una escapada de fin de semana) porque, aunque no siempre los cumplo del todo, me ayudan a avanzar tanto como docente y como persona. Se trata de mejorar un aspecto de tu práctica diaria y ser consistente de lo que haces bien y mal, y cuando ya te salga sin pensar, añadir otro, y después otro, y después otro. Con un poco de suerte, para cuando nos jubilemos podremos decir que casi (casi) hemos conseguido ser los docentes que nos propusimos ser cuando empezamos en esto.
Casi.
¿Cuáles son tus propósitos de Año Nuevo?
¿Qué tienes planeado para los últimos seis meses de curso?
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