Me encanta Twitter. Es la red social por la que más a gusto me muevo.
Algunos dicen que está compuesto solo de dos grupos: gente con muy mala leche por un lado y de piel muy fina que se ofende por todo por otro. Sin embargo, yo creo que bien utilizada es un rincón donde se puede aprender mucho y conocer a gente muy interesante.
Personas que no conoces de nada comparten sus conocimientos sobre biología, medicina, educación y un largo etcétera en hilos que parecen libros de texto por lo bien documentados que están. Gente anónima cuenta sus vivencias personales de una forma tan honesta que muchas personas se ven reflejadas en ellas.
Y otras contamos chistes y nos quejamos de que tenemos que ir a trabajar, o comentamos que Elsa Pataky tiene más huevos que su marido, ¡y eso que es el puto Thor!
De todo hay en la viña de Twitter.
Hace unas semanas, a finales de agosto, el hashtag #mequeer se convirtió en TT en Twitter (trending topic, que en lenguaje tuitero viene a ser “cosa molona de ahora mismo”). Gente LGTB+ empezó a compartir las vivencias que habían tenido por ser parte de este colectivo, la gran mayoría basadas en los malos tratos que habían sufrido por parte de compañeros y familiares. Intenté dedicarle una mañana a leer los mensajes e incluso se me pasó por la cabeza hacer una pequeña recopilación que usar luego en el blog, pero me llevé tal berrinche con las barbaridades que leí que tuve que dejarlo porque no podía seguir leyendo.
Soy consciente de lo que acabo de decir, sí. Yo puedo dejarlo, cerrar el navegador y olvidarme de ello; la gente que lo ha escrito, no.
Me llegaron, en especial, las anécdotas que hablaban de vejaciones que habían sufrido en la escuela. Esos niños y niñas que habían tenido que aguantar insultos y maltrato por parte de iguales, y a veces incluso por parte de sus profesores y profesoras. Escribí un tuit al respecto y muchos compañeros y compañeras mostraron que estaban de acuerdo conmigo.
También recibí alguna respuesta muy loca. Hay gente que debería tener prohibido expresarse en público.

Tranquilidad, que este señor no es ni profesor ni científico. Es idiota, como su propio nombre indica.

Hola, 1960. ¿Podemos devolveros al engendro que nos mandasteis al futuro, por favor?
La labor de la escuela
Siempre pienso en la escuela como una versión en miniatura de la sociedad en la que vivimos. No porque eduquemos a gente pequeña (los y las de sexto me sacan una cabeza, la pequeña soy yo), sino por el número de personas que la componen. Aquí es donde reproducimos actuaciones que vemos en la calle, donde nos damos cuenta del efecto que tienen nuestros actos en los niños y niñas. Pero también es un lugar donde se transmiten valores y se educan adultos competentes. No como futuros ingenieros o banqueros, sino como personas con gran sentido ético y moral.
Soy consciente de las limitaciones de un colegio. Me doy cuenta de que la influencia de los medios de comunicación y de las familias es mucho mayor que la de una maestra o los y las compañeras de clase. Pero eso no va a conseguir que deje de hacer lo que esté en mi mano para lograr que no vuelvan a darse casos como el de Jamel, o que las vivencias compartidas en #mequeer se conviertan en historia antigua.
Ese “todo lo posible” incluye mirar mi ombligo y encontrar en mí todos esos pequeños gestos que, sumados, pueden hacer mucho daño a quien está a mi alrededor.
Por eso he escrito esta pequeña lista de cosas que, creo, todos y todas deberíamos tener en cuenta cada vez que nos encontremos con una situación de acoso en el aula o, incluso, cada vez que demos clase.
Ignorarlo no es la solución
Ignorar algo nunca lo soluciona. Nunca.
Odio ir al dentista, por ejemplo. Lo odio con todas mis fuerzas. La última vez que fui a hacerme una limpieza, casi no pude subirme al potro de tortura la silla por lo mucho que me temblaban las piernas. Por eso, cada vez que siento una molestia en la boca, lo dejo y confío en que se terminará pasando, que son dientes sensibles, que en realidad no me duele y es solo mi imaginación.
La última vez que hice eso se me rompió una muela porque la carie la había ahuecado por dentro y a punto estuvieron de tener que quitármela.
Cuando ignoramos un problema, ya sea una carie o una pelea en el patio, no estamos solucionando nada. Ese “son cosas de niños” o “ha pasado en el recreo, ahora estamos en Mate, vamos a olvidarlo” es el equivalente a dejar que la infección llegue a la raíz y, para cuando queramos atacar el problema, sea demasiado tarde.
Tampoco sirve de mucho pegar un grito y ponerse a vociferar como una histérica, decir “eso no se hace” y castigar a toda la clase como ejemplo. Lo sé porque he pasado por esa etapa, y creedme, no soluciona nada.
Cuando un niño o una niña es agredido / insultado / menospreciado por el tema que sea, hay que evitar que llegue a la raíz. La gran mayoría de las veces, los niños y niñas que agreden están imitando comportamientos que han visto fuera del colegio. Eso si es que no son víctimas de otras agresiones y su defensa es meterse con aquel que es más débil que él o ella, aprovechar los puntos débiles para machacar y así paliar su dolor.
¿Y cómo se soluciona una situación así? Sinceramente, no tengo ni idea. No hay una solución única para todos los casos. Lo que sí sé es qué no funciona: lo gritos y los castigos a aquellos que agreden solo van a conseguir que la víctima lo sea aún más, porque “es culpa tuya que me haya quedado sin recreo”.
Se pueden usar las asambleas. Se puede traer a algún adulto que ellos respeten que hable de cuánto daño hace un insulto (lo ideal sería una persona LGTB+ que admiren hablándoles de su experiencia, ya sea un/a profesor/a o algún adulto ajeno al cole). Se les puede dar formación sobre identidades sexuales, enseñarles vídeos, utilizar algunas de las ideas que hay por ahí, hablar con ellos desde la sinceridad…
No hay recetas mágicas, no existen. Lo único que sé seguro que no vale para nada es ignorarlo.
No es un tema tabú
Hace muchos años (llevo en esto demasiado tiempo) tuve un alumno que garabateaba esvásticas en su cuaderno. Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, me quedé de piedra y a punto estuve de arrancarle la cabeza con la fuerza de mi grito. Y entonces caí en la cuenta de que aquel pequeño de siete años, de piel negra como el azabache, no tenía ni idea de lo que estaba dibujando.
—¿Sabes qué es eso? —le dije, todo lo tranquila que pude—. ¿Sabes lo que representa?
No lo sabía. Se lo expliqué (en un lenguaje que pudiera entender) y se quedó lívido. Arrancó la hoja donde estaba dibujando y la tiró. Luego estuvimos charlando, con toda la tranquilidad del mundo, sobre lo mucho que se parecía a un lauburu y lo fácil que era hacerlo en un cuaderno cuadriculado.
Porque por eso lo estaba dibujando. Era un trazo fácil y divertido.
Los niños y niñas reaccionan a temas que nosotras consideramos tabú por imitación. Nadie nace sabiendo que “maricón” es un insulto, y la mayoría de los críos pequeños que usan la dichosa palabra ni siquiera sabe qué significa, solo saben que es algo malo. Pero no porque consideren que ser homosexual sea malo, sino porque siempre se usa como insulto.
¿Por qué no explicarlo? ¿Por qué no parar la clase cuando oigamos la palabra? Sin dramatismos, sin culpabilidad, con normalidad absoluta. “¿Sabes lo que significa lo que le has llamado? Que le gustan los chicos. Le gusta cogerse de la mano con chicos [imaginad que tienen 6-7 años, vamos a hacerlo “light”] y darles abrazos. ¿Eso te parece malo? ¿Te parece un insulto?”.
Estoy segura de que en casa lo han oído utilizar de otra manera y saben, por el tono, que no es algo que ellos quieran ser. Y sé que es muy difícil, pero está en nuestras manos invalidar esa palabra.
O al menos intentarlo.
Tolerancia cero
Por desgracia, no son los niños y niñas los que más me preocupan en la escuela, sino los adultos. Esa profesora que hace un comentario inadecuado y se ríe de los gestos de un niño, o ese padre que viene a protestar porque su hijo juega con muñecas y él quiere que juegue con coches. Somos nosotras, las personas adultas, las que llevamos a la espalda el peso de muchas décadas de homofobia asimilada y normalizada.
No podemos permitirlo. Hay que llamarle la atención a la compañera y enseñarle a respetar a sus alumnos. Hay que explicarle al padre que en nuestro colegio cada uno encuentra su propia manera de expresarse, y a veces eso incluye jugar con muñecas.
Mi generación, no digamos ya todas aquellas anteriores a mí, ha tenido que aprender a aceptar la diversidad desde cero. No, desde cero no, desde una puntuación negativa: cuando yo era pequeña, “gay” y “SIDA” se utilizaban como sinónimos (el colega del tuit de antes también estudió en la EGB, supongo).
Lo que no nos excusa. No significa que se nos deba admitir ni una sola muestra de desprecio u homofobia. Nada justifica un comentario de desprecio, ni a un alumno ni a un compañero. Mucho menos a los niños y niñas que comparten clase con nuestros hijos e hijas.
Es verdad que a veces metemos la pata sin querer. Es verdad que a veces decimos algo inapropiado porque nadie nos ha explicado que es inapropiado. Y por eso mismo debemos estar atentas y atentos a lo que nos sale por la boca. Y ante la duda, preguntar. “¿Te he ofendido con este comentario?” puede ser una manera maravillosa de comenzar una conversación en la que aprendamos una barbaridad. Sin olvidarnos nunca de que, si la respuesta a la pregunta es “sí”, la única disculpa posible es “lo siento, no volverá a ocurrir”.
Sin peros. Sin excusas. Sin un “me has entendido mal”. Has metido la pata, recula, pide perdón y evita volver a hacerlo.
En nuestra mano está conseguirlo.
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