No sé si son cosas mías, pero me parece a mí que hay una tendencia muy marcada estos últimos años de tomar conceptos más viejos que la tos, darles una vuelta “innovadora”, ponerles un nombre en inglés y vendérnoslos como si fueran inventos nuevos. Lo han hecho con el constructivismo, con la pedagogía de Montessori, con la dichosa “gamificación”… y también con la inteligencia emocional. Es uno de esos elementos del ruido que nos rodea ahora mismo a los docentes, otra de esas cosas que todo el mundo anuncia que tenemos que tener en cuenta.
Pero esta vez, creo, tienen razón. Alguna vez habían de acertar.
La inteligencia emocional puede definirse, a grandes rasgos, como nuestra capacidad para entender nuestro estado de ánimo y cómo nos influye en las decisiones que tomamos. Es fácil de entender cuando pensamos en todas esas veces que nos hemos dejado llevar por un arranque de mala leche y hemos destrozado un abono de fútbol porque nuestro equipo llevaba una temporada pésima, hemos roto una amistad por una pelea tonta o comprado un coche porque estábamos de euforia hasta las orejas.
No es algo nuevo ni que se haya inventado este siglo, y las personas adultas tenemos cierta tendencia a darnos cuenta de qué nos está pasando o por qué actuamos como lo hacemos.
(Bueno, no todas. Diría que un mínimo de población adulta. Y no todo el tiempo, claro).
Lo que sí es novedoso es que el concepto se haya integrado en las aulas en los últimos años, tratando de llamar la atención sobre el hecho de que los niños y niñas son más propensos a dejarse llevar por sus emociones y no saben por qué se están comportando de una manera u otra, cuando saben que lo que están haciendo está “mal”.
¿Cuántas veces habéis preguntado “por qué le has pegado” y la respuesta ha sido “no sé”? ¿Cuántas veces habéis hablado con el graciosete de clase pidiendo que se porte bien, sabiendo que es un gran chaval, y habéis recibido más de lo mismo en la siguiente clase?
Tener en cuenta la inteligencia emocional de los niños y niñas es sinónimo de tratarlos como personas completas y complejas. Buscar la causa de su mal comportamiento es mucho más efectivo que castigar, no digamos ya del por desgracia clásico “ya no hay nada que hacer con este crío”. Debería ser algo que los docentes tuviéramos muy claro en cuanto entramos en clase, pero por desgracia no lo es.
Yo nunca lo di en la carrera. A lo más que llegué fue al filtro afectivo de Krashen, que se le parecía un poco pero no era lo mismo.
Y aquí es donde entra Steinbeck.
Libros, genios, premios Nobel y educación
Soy de las personas que relee libros, lo que mi cartera agradece que no veas. En mi estantería abundan los libros que he leído más de una o dos veces; de hecho, en los últimos tiempos, el baremo que uso para decidir si voy a guardar un libro o lo voy a donar/regalar es “¿voy a leerlo otra vez?”. Si la respuesta es no, en la próxima limpieza sale de casa.
A veces releo porque no entendí bien el libro la primera vez, o porque no estaba en un estado mental adecuado para esa historia. (Decidme que no soy la única a la que le pasan estas cosas. Decidme que también tenéis libros que no podéis leer en según qué momentos de vuestras vidas). Otras, porque son libros muy complejos que necesitan dos lecturas para poder abarcarlos del todo.
La mayoría de mis relecturas, sin embargo, se deben a que la historia me engancha de tal manera que de vez en cuando necesito volver a ella, ya sea porque algún acontecimiento de mi vida me la recuerda, sale en una conversación o, simplemente, la echo de menos. Middlesex, White Teeth, Beloved, El guardián entre el centeno, La Regenta… No sé cuántas veces habré leído cualquiera de estos libros.
Pero al que vuelvo una y otra vez, el libro que cae en mis manos al menos una vez cada dos años, es Al este del Edén, de John Steinbeck. Algo tiene esta historia que me hace regresar a ella cada poco, y en cada lectura encuentro algo que se me había escapado la última vez. Hace un mes volví a cogerla, pero esta vez la leí despacio, con lápiz y cuaderno, subrayando cada párrafo que me decía algo y marcando el libro cada vez que el corazón me daba un brinco o tenía ganas de llorar ante la evidencia de que yo nunca, nunca, nunca, nunca escribiré así.
(No podía yo compararme con otra persona, no. Con Steinbeck, nada menos. Y cuando no es él, Virginia Woolf. O Zadie Smith, o Toni Morrison. Masoca soy, joroba).
En esta nueva lectura intenté enfrentarme al libro con una mirada feminista (sí, hago estas cosas, QUÉ PASA), porque estoy convencida de que Steinbeck habría sido un aliado si llega a nacer unos años más tarde. Pero tuve que dejar esta visión cuando me di cuenta de otra cosa: Steinbeck era periodista antes de escritor de ficción, pero habría sido, además de feminista, un gran docente.
Para quienes no se hayan leído el libro (A QUÉ ESTÁIS ESPERANDO, ALMAS DE CÁNTARO), solo voy a explicar que la historia gira alrededor del mito de Caín y Abel (acaban de morir varios expertos en Steinbeck ante semejante simplificación, pero permitidme la licencia para poder centrarme en lo que quiero decir), con un hermano muy bueno y uno muy malo, al menos en la superficie. Aaron lo hace todo bien y es adorado por cualquiera que le conoce; Caleb tiene malicia, pero hasta él mismo se da cuenta de que la única razón por la que es malo es porque quiere ser tan querido como su hermano.
Nature versus Nurture, herencia o crianza, ¿qué nos hace lo que somos? Steinbeck parece tenerlo claro y habla de ello a través del personaje de Lee, el sirviente chino que es más listo que todo los demás a pesar de su fingido pidgin. Es quien primero se da cuenta de lo mucho que sufre Cal, de lo mucho que desea ser querido por su padre, parecerse más a su hermano. Pero Aaron (o Aron, como a él le gusta escribirlo) parece un ángel, tiene rizos rubios y una voz suave, mientras que Cal es moreno, tosco, fuerte, burdo. Aron nace con ventaja. Caleb tiene que luchar para ser visto.
Y eso es lo que se nos escapa muchas veces en el aula. El niño que viene sin la mochila porque su hermano pequeño está ingresado y su madre se ha pasado la noche en el hospital, dejándolo a él a cargo de una vecina. La niña cuya madre se está muriendo de cáncer y no presta toda la atención que debería en clase. El niño que, por lo que sea, se ha ganado la fama de “malote” y ahora no puede dejar de interpretar ese papel, porque no sabe cómo encajar en otro. La niña con dificultades de aprendizaje que se porta fatal con sus amigas y las tortura hasta hacerles llorar, en un intento de sentirse superior a ellas en algo.
A los adultos también nos pasa. Cuando somos bordes con un camarero porque no podemos serlo con nuestro jefe. Cuando gritamos a nuestros hijos porque no queremos hacerlo con la pareja. Cuando decimos “no voy a llamar hoy a mi madre, porque si hablo ahora le monto un pollo”. En todos esos casos, el motivo del problema es que no estamos recibiendo lo que necesitamos: atención, respeto, valoración, aprecio. Y sale como sale. Como el champán de una botella agitada durante un buen rato.
Hay libros que cuentan una historia, y eso está genial y es maravilloso y menos mal que existen, porque si no, perderíamos la cabeza en nuestro alocado día a día. Otros hablan de verdades universales tan grandes que no importa quién lo lea, siempre encontrará algo que tenga que ver con él o ella, algo que le defina. Y son estos libros a los que una siempre termina volviendo, sobre todo cuando se pierde y busca una referencia que la vuelva a colocar en el mundo. Al este del Edén es, sin duda, parte de estos últimos.
¿Has leído Al este del Edén?
¿En qué otros libros has encontrado lecciones que llevar al aula?
La única razón por la que he puesto la versión en inglés del libro en el título ha sido no haber encontrado una sola portada en castellano que no tuviera la foto de James Dean en la portada, y me niego. La película y el libro son productos completamente distintos, con el mismo título pero ni sombra de parecido el uno con el otro. No dejéis de ver la película, pero leed el libro también u os estaréis perdiendo una obra de arte.
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