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Herramientas docentes: ¿paciencia y libro de texto?

4 junio, 2017

paciencia y libros de texto

Me vais a permitir que hoy retome la sección “Pataletas” y me desahogue un poco en este rincón del ciberespacio, porque a mi gente cercana la tengo frita y tampoco es cuestión de quemar a los que me aguantan todos los días, ¿con quién me voy a ir de cervezas si no? Que sí, que ya sé que estamos en junio, que está todo el pescado vendido, que para lo que queda qué sentido tiene enfadarse, sí, tenéis razón, cómo no. Pero es que a veces una lee algunas cosas que le atacan los nervios y no le queda otra que patalear. Así que hola, corazones, hoy toca pataleta.

Todo viene a cuenta de esta frase que leí el otro día, de manos de un docente, mientras paseaba por Twitter:

Si cualquiera con paciencia y un libro de texto puede hacer en el aula lo mismo que tú, ¿no es hora de cambiar tu metodología?

Me quedé de piedra. Leí el tuit varias veces, porque no podía creerme que alguien que se dedica a dar clase pudiera tener una visión tan simplista de la educación. Fijaos todo lo que se insinúa en esta simple frase:

1. Que solo se necesitan paciencia y un libro de texto para dar clase.

2. Que, si usas libros de texto, estás dando mal tu clase.

3. Que para ser un docente de verdad no puedes usar libros de texto, porque así lo hace cualquiera.

4. Que tu experiencia como docente no vale para nada, solo cuenta la metodología.

Hace ya unos días que leí esta frase y aún me hierve la sangre al recordarla. Estuve tentada de hacer un hilo de esos interminables que se han puesto ahora de moda en Twitter, pero en lugar de eso he preferido dejar pasar un tiempo, darle vueltas al tema en la cabeza y escribir un artículo aquí, donde me puedo explicar mejor. Tengo tanto que decir sobre esta frase que me tiemblan los dedos sobre el teclado. Las revisiones, me temo, van a ser interminables.

Vayamos por partes, como dijo Jack “El Destripador”.

Todas las metodologías son igual de válidas. Sí, incluso el libro de texto.

La moda de la innovación en educación está llegando a tales extremos que estamos perdiendo el norte. Ahora, si no usas una de esas metodologías con nombre en inglés que se han puesto de moda, no eres nadie. Flipped classroom, gamification, shared learning… Para ser un país donde el nivel de inglés deja mucho que desear, lo de las nuevas metodologías en educación es alucinante. Estoy convencida de que la gran mayoría de la gente que menciona estos términos no tiene ni pajolera idea de lo que está diciendo, pero como cuando lo dices en inglés queda muy cool, pues hala, allá que vamos.

Pero en todas estas modas se olvidan siempre de que el elemento más importante de estas metodologías tan guays y tan cool es el docente. El profesor, la profesora, la persona que está en el aula tratando de inculcar conocimientos tiene que tener un control absoluto de sus herramientas, algo imposible ahora mismo con las “nuevas” técnicas (que a veces son viejas disfrazadas). En estos últimos cinco o diez años nos han bombardeado con tantísimas modas, tantísimas herramientas, tantísimos expertos que saben de todo y son los mejores del mundo mundial (pero les ha faltado tiempo para salir del aula) que es imposible familiarizarte a un nivel básico con las nuevas metodologías antes de que pasen de moda. Porque encima es eso: pasan de moda tan rápido que no da tiempo ni a evaluarlas. Pero pobre del que no las utilice.

Lo más gracioso es que, si nos fijamos, todas las metodologías, tanto las tradicionales como las modernas, funcionan. Funcionan si se implementan bien, y quizás no con toda la clase, pero sí con un grupo determinado de alumnos y alumnas, como todo en la vida. El libro de texto, bien utilizado, es una herramienta maravillosa que puede facilitar el aprendizaje a determinado alumnado (¿o acaso no funcionó con todos los que ahora se las dan de eruditos?; ¿o es que ellos —porque siempre son hombres, perdonadme el apunte— aprendieron con ordenadores y tablets ya en los cincuenta?), pero quizás se quede corto para algunos, y para eso está el profesor en el aula. El aprendizaje cooperativo, en mi experiencia, funciona maravillosamente con niños y niñas en la media, pero no me sirve para los que son muy buenos, ni para los que tienen problemas (o no les gusta trabajar en equipo, que también es respetable). Los proyectos son fantásticos con determinadas asignaturas, pero me cuesta horrores utilizarlos en cursos bajos de inglés si quiero que salgan con un nivel decente de fluidez y corrección. Y así con todo.

Es la persona docente quien evalúa y valora qué hacer en el aula en cada momento, y es ella quien va a decidir cómo sacar adelante los contenidos marcados por el libro de texto. Pensar que el libro de texto te da el trabajo hecho demuestra un total desconocimiento del proceso de enseñanza, y que venga de un docente me parte el alma.

El libro no manda, mandas tú.

Aunque probablemente ya lo habrás adivinado, me confieso: yo uso libro de texto. Doy clase de inglés desde cuatro años hasta sexto, ocho niveles distintos (solo un aula por nivel, claro, si no sería imposible). Si tuviera que preparar un proyecto para cada curso, o crear yo mi propio material (del tipo que fuera), no tendría vida fuera del colegio ni conseguiría desconectar en ningún momento, porque el trabajo que me tendría que llevar a casa sería ingente. Con el libro de texto, sé exactamente lo que tengo que dar mañana. Lo que no significa que vaya a darlo tal y como me dicta el libro. Y seguro que tú tampoco.

Eres tú quien observa a tus alumnos y alumnas y decide si la lección de gramática que toca el viernes a última hora es adecuada o no para su estado de ánimo. Eres tú quien decide jugar al bingo de verbos irregulares un día en el que están más inquietos. Eres tú quien se salta páginas enteras del libro porque no te parece que sean adecuadas y las sustituyes por materiales que funcionan mejor. Eres tú quien adapta los ejercicios para asegurarte de que todos y todas pueden hacerlos y sentir que aprenden. Eres tú quien se sienta junto al niño disléxico a leerle el ejercicio y recibe su respuesta oral mientras los demás la escriben.

Tú haces que la lectura del tema les parezca divertida.

Tú les haces cantar la horrorosa canción que abre la unidad y los animas a que se pongan de pie y hagan el indio, hasta que se la aprenden de memoria (y con ella la estructura gramatical que toca).

Tú buscas información adicional cuando un tema les interesa, o les ayudas a buscarla a ellos.

Tú das la clase, no el libro. El libro es tu herramienta, no tu jefe.

¿Por qué dicen paciencia cuando quieren decir experiencia?

Me considero una de las personas más impacientes del mundo. Si me veis en la fila del supermercado algún día, no os asustéis por la cara de mala hostia que suelo llevar, aunque sea un sábado a la tarde sin más plan que llegar a casa con la merienda recién comprada. Gente que busca el cambio exacto, cajeras novatas que se confunden con la máquina, filas interminables que serán siempre más lentas si yo estoy en ellas… Salto de un pie a otro y resoplo como si se acabara el mundo. Soy lo peor.

Y en clase no soy muy distinta. Soy puntual hasta el defecto y echo unas broncas horrorosas cuando mis alumnos y alumnas llegan tarde. No tengo ninguna paciencia con gente que interrumpe mientras doy clase o algún peque está exponiendo o preguntando algo. No me gusta que alguien se mueva cuando no debe, que metan ruido con cualquier objeto sobre la mesa, que los hipnoticen sus bolígrafos (o los p…s spinners) en lugar de atender a la explicación.

Soy un jodido monstruo, sí. Y la gran mayoría de docentes que conozco se me parecen mucho.

Pero lo que sí tenemos es un amplio conocimiento del proceso de aprendizaje. Sabemos, por ejemplo, que los niños y niñas de seis a once años se entienden mejor entre ellos que cuando habla la profesora, así que les dejamos que hablen y se pregunten cuando están haciendo los ejercicios (yo, de hecho, les animo a hacerlo). Sabemos cuándo podemos exigir un esfuerzo extra (y a quién), sabemos cuándo un ejercicio es demasiado difícil y necesitan más tiempo o un poco de ayuda. Respondemos a todas sus preguntas, resolvemos todas sus dudas, les hacemos sentirse cómodos para que entiendan que, si no preguntan, no pueden aprender, y que el error es parte del proceso, y que equivocarse no solo está permitido sino que es necesario. Pero eso no es paciencia, sino parte de nuestro trabajo.

También tenemos empatía. Sabemos que ellos y ellas, igual que nosotras, tienen malos días, y que cuando un crío de once años se te pone chulo en clase, la gran mayoría de las veces es porque no se siente bien y tiene un problema que no va a saber explicar con palabras, que igual necesita darse un paseo y tranquilizarse. Sabemos que hablar cinco minutos (o diez, o quince) con una clase inquieta que ha tenido un problema en el patio/pasillo/clase de mates no es perder tiempo de clase, sino ahorrarnos disgustos a la larga. Sabemos que el cansancio (físico, mental) es una excusa válida para no rendir al cien por cien. Sabemos que cuando hace calor es más difícil prestar atención. Sabemos que si afuera hay nieve, ya déjalo, porque total para qué.

Pero lo sabemos porque porque somos personas y hemos aprendido, a través de muchos años de experiencia, cómo piensa y actúa nuestro alumnado. No por ser pacientes.

Si funciona, ¿por qué cambiarlo?

Vaya por delante que odio el «es que aquí siempre se ha hecho así». Creo que es importante estar abierta a nuevas ideas y a nuevas metodologías, es indispensable saber qué se hace en otros colegios y estar atenta a qué funciona y qué no. Pero de eso a reinventar la rueda cada año (o cada mes), hay un mundo.

Hay profesoras maravillosas que consiguen convertir el texto más aburrido del mundo en atractivo, o los ejercicios más tediosos de sintaxis en juegos que te apetece hacer hasta en casa. Lo hagan con ordenador, con tablet, pizarra digital, de tiza o haciendo el pino-puente delante de la clase, serán siempre buenas profesoras, porque es una parte inherente de sí mismas.

(Empiezo a pensar que el buen docente nace ya con unas características que se van mejorando con la experiencia, como los buenos pintores o los buenos escritores. Es un don, se tiene o no se tiene, aunque luego haya que trabajarlo. ¿Estará en los genes? No me sorprendería.)

Al revés también pasa: da igual cuántas herramientas pongas a disposición de un mal docente, si no le gusta su trabajo y no lo disfruta, si no tiene ese don, nunca lo hará bien. Pero estamos consiguiendo que esa gente cuyas clases siempre han funcionado se sienta con la obligación de cambiar algo que va de perlas porque ahora la moda dice que los niños y niñas no pueden sentarse mirando a la pizarra y que la clase magistral pasó a la historia (pero te lo dice alguien desde un podio y dando una clase magistral, ojo). Y digo yo: si a mí me funciona, ¿qué más da qué use? ¿El objetivo no es que aprendan/se formen como adultos pensantes/sean útiles a la sociedad/se conviertan en dependientes de Zara? ¿Ahora resulta que solo se puede dar bien clase con técnicas finesas? ¿Dónde quedó aquello de “cada maestrillo tiene su librillo”? O su iPad, o sus apuntes en la app que toque, ya me entendéis.

De verdad, ¿qué más da?

 

Usar el libro de texto no significa estar esclavizada a él. Significa tener una guía, una especie de mapa que te ayuda a llegar a donde tienes que ir, pero eso no te impide descubrir recovecos encantadores que no están marcados, o mandar el mapa a tomar por saco de vez en cuando para pasar más tiempo en un lugar que te encanta. La cuestión es llegar y disfrutar del viaje, y eso está en tu mano (y en la de tus alumnos y alumnas). Y qué queréis que os diga, a mí me siguen gustando más los mapas que el dichoso GPS. Por lo menos, si me pierdo será culpa mía, y no de la dichosa señal del satélite que no funciona la mitad de los días.

¿Qué herramientas te parecen indispensables en un docente?

¿Cuál dirías que es tu mayor fuerte dentro del aula?

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