Cualquiera que me conozca mínimamente bien sabe que soy lo que comúnmente se denomina «una jodida bocachancla”. No es solo que me guste hablar, es que hablo de más y suelo contar cosas que no deberían salir por mi boca en frente de cualquiera. Normalmente esto no me causa mayor problema que morirme de vergüenza porque le he dicho a una persona que acabo de conocer algo muy íntimo de mí misma, o porque he confesado en el blog algo que no le he dicho ni a mi madre (ya no lo hago, lo hacía en uno anterior que usaba de diario, al que no voy a poner enlace así que no preguntes, cotilla), y ya llego tarde a borrarlo. Como por ejemplo aquel día que describí con pelos y señales cómo… Ah, no, espera, que yo venía a hablar de otra cosa.
Uno de los temas de los que más hablo, como os imaginaréis, es el trabajo. Me chifla hablar de mis clases, de lo que me cuentan mis alumnos y alumnas, de las anécdotas que ocurren en el aula. El problema es que también hablo de esos alumnos y alumnas que se portan mal, o comento las vidas tan difíciles que tienen algunas familias, o despotrico de padres y madres que dan guerra. Y me he dado cuenta de lo peligroso que es hacer algo así, sobre todo en mi caso, que trabajo a cinco minutos andando de mi casa, en una escuela muy pequeña donde conozco a casi todas las familias por su nombre de pila. Todo lo que yo diga puede llegar a sus oídos antes de que llegue yo a mi casa. Y eso, como comprenderéis, queda un poco feo.
A veces no nos damos cuenta de que los docentes somos nodos sociológicos, personas que conocen y son conocidas por mucha gente, dentro y fuera del mundillo de la educación. Trabajamos en centros con cientos (o miles) de alumnos y sus respectivas familias, donde toda esa gente es capaz de identificarnos, incluso cuando nosotros a ellas no. Conocemos a los docentes de nuestro centro, de centros de años anteriores, personal y compañeras de los centros de formación y de inspección, las familias… A nuestro alrededor hay toda una red de la cual somos parte, somos un nexo entre muchas personas y manejamos información que afecta a mucha gente.
Por eso debemos tener mucho cuidado cuando hablamos de nuestro trabajo fuera del aula. Por supuesto, si vivimos en un pueblo o una ciudad pequeña, lo mejor es que no abramos la boca sobre el tema en un sitio público, pero incluso en una ciudad grande, o entre pueblos muy alejados unos de otros, se puede meter la pata de forma espectacular. Esta semana me he sentado a hacer una lista de los errores más confesables que he cometido y me he quedado temblando por lo mucho que la podía haber cagado (con perdón), aunque afortunadamente la sangre no llegó al río. Me he decidido a compartirlas, primero para que os riáis un rato y segundo para que no caigáis en los mismos errores que yo. Que la vergüenza tarda años en pasarse y, si metes la pata de verdad, los errores se pagan caros.
El mundo es un pañuelo
“…Y tú eres mi moco favorito”, decía una frase que alguien en el instituto me escribió en la carpeta de la Súper Pop (no me juzguéis, tuve una adolescencia muy tonta). De mocos está lleno el mundo, sí, y más en educación. Cuidado cuando hablas con docentes a quienes acabas de conocer sobre otros docentes que no te caen bien/consideras que han metido la pata/te parecen unos jetas/te hicieron una putada. No tengo dedos en la mano para las veces que me he puesto a hablar sobre una antigua compañera (siempre sin decir nombres, pero normalmente no hace falta) y enseguida alguien me ha dicho “ah, sí, la conozco, trabajaba en no sé dónde, ¿verdad? Es mi vecina/la novia de mi hermano/mi mejor amiga”, y acto seguido enumeran los motivos que dicha profesora tenía para hacer lo que hizo.
Y es que sí, queridos y queridas, da igual qué edad tengamos y cuánto tiempo haga que dejamos el instituto: seguimos juzgando a la gente desde nuestra perspectiva, sin molestarnos en preguntarnos qué motivación tendrán. Igual que en Sensación de Vivir o, para los nacidos más allá de los noventa, en la dichosa Por 13 razones, donde todo el mundo mira solo su ombligo y no se molesta en preguntar.
Mi consejo: si alguien te hace una putada, díselo a la cara. Pregúntale por qué lo ha hecho. Aclara las cosas. Porque, como empieces a quejarte de ella a desconocidos, la que queda como una gilipollas eres tú. Y con toda la razón del mundo, además.
Los rumores vuelan
Todos y todas hemos pasado por malos centros. Sitios en los que, independientemente del alumnado, nos lo han hecho pasar fatal, ya sea porque la dirección no funcionaba, porque el profesorado era de los de “esto siempre se ha hecho así” o porque las familias parecían sacadas de una película de terror de serie B. Tiramos como podemos, soñamos con el cambio de destino (una gran ventaja de ser interina, no tienes que repetir si no quieres, al menos en Euskadi) y cuando llegamos a un sitio en el que estamos a gusto empezamos a poner a parir al antiguo centro. Si encima te encuentras con alguien que también ha estado y piensa igual, ¡qué gozada! ¡Qué desahogo! ¡Qué bien sienta despotricar contra el personal! Y es que quién quiere venganza, cuando puedes poner verde a alguien.
Hasta que un día te llega la noticia de que en ese antiguo centro se han enterado de que los vas poniendo a parir por ahí. Están dolidos, no lo entienden, porque cuando estabas allí no protestaste ni trataste de cambiar nada. Y luego llega el reparto de plazas de septiembre y, ¡horror!, te toca la plaza allí, o te mandan a hacer una sustitución, y tú pones cara de “no sé de qué me estás hablando, estos temas los lleva mi marido”, pero te pasas el tiempo que te toque estar allí escondida en tu clase para no cruzarte con nadie y no tener que dar explicaciones.
O peor: años más tarde apruebas las oposiciones y te dan la plaza definitiva en ese colegio. Tienes la obligación de pasarte allí por lo menos dos años, probablemente más. Ha pasado ya mucho tiempo de aquello, pero te preguntas si quedara alguien de los de entonces, si se acordarán de los rumores que les llegaron. Y tragas saliva y ruegas al cielo porque se hayan jubilado/hayan cambiado de destino/no les suene tu cara.
(Y entonces los sindicatos impugnan la adjudicación, se anula el resultado y a ti te dan otra plaza. Y tú respiras como si te hubiera tocado la lotería, a pesar de que la nueva plaza está a 80 km de tu casa y tienes que comprarte coche para llegar allí.)
(True story.)
“Fernando José Navarro es el peor alumno que he tenido nunca.”
Todos los docentes lo hacemos. Poner a parir a ese alumno que nos vuelve locos/as, criticar su comportamiento, poner a parir a su familia por permitir ese comportamiento. Va con la profesión, es ley de vida, tenemos que desahogarnos. Y no digo yo que no lo hagamos, pero teniendo mucho cuidado con la información que compartimos. No hace falta dar nombres cuando contamos una anécdota, ni hace falta compartir información que solo debería conocer el centro (sí, algunas familias tienen historias para no dormir, pero no es necesario que las conozcan tus colegas del gimnasio). El «bocachanclismo» aquí ya crea más problemas que un rato de vergüenza si la familia se entera de lo que vas diciendo de su hijo/a por ahí. Cuídate en salud y nunca des nombres o información privilegiada.
Esto también va para las redes sociales. Yo soy la primera que cuenta anécdotas sobre sus alumnos y alumnas, pero nunca pongo sus nombres, solo la inicial de su nombre de pila en algunos casos (y si puedo evitarlo, mejor). No veáis la de fotos, nombres y apellidos y demás datos personales de alumnos y alumnas que veo por las redes. Si no es la cuenta oficial del colegio, no lo pongas. Aunque sea legal, aunque tengas el permiso de las familias. Queda fatal.
“Fernando José Navarro es el peor compañero que he tenido nunca”.
Decirlo en un bar mientras te tomas un cubata con la cuadrilla, después de haber contado mil y una faenas que te ha hecho, o lo mal que crees que da clase, o cómo es un inútil con el ordenador y te descojonas cada vez que intenta hacer un power-point o mirar el correo. Para, en un momento dado, darte la vuelta… y encontrarte a Fernando José Navarro justo detrás de ti, con una sonrisa de “ya verás el lunes, so puta” que sabes que te has ganado a pulso.
De nuevo, true story.
Cuidadín.
¿Qué hago con el cuaderno del año pasado?
En un curso escribimos de todo en nuestros cuadernos. No hablo del de notas, que al fin y al cabo poco le importa a nadie si Fulanito lleva un sobresaliente o Zutanita un siete y medio. Hablo de los cuadernos donde tomamos notas en las reuniones, reuniones en las que hablamos sobre niños y niñas que necesitan ayuda extra, las juntas de evaluación donde destripamos a cada criatura, o esa agresión que ha habido en el patio y queremos que no se vuelva a repetir. A mí me da tanto miedo que esa información caiga en malas manos que nunca tiro los cuadernos, pero ya llevo acumulados tantos que creo que va llegando el momento de hacer algo porque si no me voy a tener que mudar.
Una de las cosas más seguras que podemos hacer es destruir el cuaderno entero en la destructora de papel, página por página (menos las hojas libres, claro, que esas se aprovechan). Con tantas historias que se oyen de robos de identidad por gente que hurga en las basuras, creo que no es seguro tirarlos sin más al contenedor de reciclaje, menos aún al del cole (si es que tienes uno). Esa información es demasiado personal para dejarla por ahí de manera descuidada. A mí, por lo menos, no me gustaría que se aireasen mis trapos sucios ni por error (ya me encargo de hacerlo yo solita en los blogs, no necesito ayuda).
Pero yo vivo en Madrid y doy clase en Guadalajara, esto conmigo no va
Permite que me ría un momento. Ay, no, que tengo agujetas (maldita tos).
Algunas de las cosas que he comentado me ocurrieron a más cien kilómetros del centro donde trabajaba, y ni siquiera en mi ciudad natal, sino en pueblos de menos de 10.000 habitantes. Claro que en un pueblo pequeño es más fácil que te pasen estas cosas, pero de verdad os digo que el mundo es muy, muy pequeño, y las redes interpersonales que tejemos hoy en día son mucho más complejas que hace unas décadas. Lo de los seis grados de separación que se mencionaban hace unos años se ha quedado pequeño ya. Con comentaros que hace unos días descubrí que entre Barack Obama y yo solo hay dos, creo que os lo digo todo. Nunca sabes quién puede estar escuchando que conoce a la persona de la que estás hablando.
Cuídate en salud.
No metas la pata.
Ante la duda, habla del tiempo. O pon a parir a tu ex, que total ya te odia y no puedes empeorar las cosas aunque se entere.
¿Qué otras meteduras de pata has tenido tú?
¿Qué has dicho últimamente que hubieras preferido no decir?
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