Blog Dar clase sin morir en el intento

El estado de la educación pública

24 marzo, 2021

En las redes sociales hay todo tipo de tribus. Están quienes lo critican todo, quienes comparten hasta lo que han desayunado, quienes no hacen más que recordar que cualquier tiempo pasado fue mejor y quienes hablan del estado de la educación pública, normalmente para ponerla a parir.

Por supuesto, se puede pertenecer a más de uno de estos grupos. Por ejemplo, alguien que critica el estado de la educación diciendo que antes todo era mejor es uno de los clásicos de Twitter.

Sobre todo si es alguien que no pisa un aula desde que terminó COU.

Hoy vengo a poner una pincelada positiva en la imagen del estado de la educación pública que tienen (tenemos) algunos. Creo que no soy la única que ve cosas buenas en las aulas de hoy en día, pero a menudo se nos oye poco. Va siendo hora de dejar de tirar piedras a lo que va bien, que hay mucho.

El estado de la educación pública 

La preparación de los docentes

Los románticos que añoran EGB y a los maestros que daban con la regla en las yemas de los dedos no se cansan de repetir a quien quiera escucharlos que los docentes no saben tanto como antes.

Estoy tan en desacuerdo que me salgo del marco.

Hasta hace cuatro días (bueno, vale, alguna que otra década), la carrera de magisterio ni siquiera existía y se podía dar clase a niños apenas cumplidos los 18 años. Yo, que empecé la escolarización a los dos años en 1977, tuve una profesora de esa edad en lo que entonces era Preescolar, que me dio clase en tercero y cuarto de Primaria después, con los mismos conocimientos. Más práctica, sí, y probablemente algún curso de adaptación de por medio, pero ni por asomo con la preparación que se recibe ahora.

Incluso mi generación, que terminó la carrera a mediados de los noventa, tuvimos apenas tres años de formación, y una formación, digamos, de aquella manera. Si no llega a salir de mí mejorar mi nivel de inglés, por ejemplo, hubiera podido pasarme la vida dando clases con un nivel de A2, quizás un B1 en un buen día. Es un nivel maravilloso para viajar y comunicarte en tus vacaciones, pero créeme que no te sirve para dar clases en una lengua extranjera.

Ahora, la carrera que te permite ser docente es más exigente que nunca. Tiene más horas de práctica y más asignaturas sobre pedagogía y didáctica. Y sí, sé que aún se queda corto, que hay mucho de pseudociencia en alguna que otra facultad, que lo de la especialización posterior es una manera de sacar dinero al estudiante. Pero aun con eso, la formación del profesorado no tiene nada que ver con la que era antes.

Menos mal.

Llega a más gente

Nos podemos poner todo lo nostálgicos que queramos, pero la realidad es que, con la educación pública de hoy en día, llegamos a más gente.

No solo porque, ahora, la educación es obligatoria y se vigilan las faltas de asistencia, sino porque la ratio ha bajado (no lo suficiente, lo sé) y ahora sabemos qué cara va con cada nombre.

Sí, querido miembro del club de los nostálgicos, sé que en tu clase erais cuarenta y todo iba bien, que todos salisteis estupendamente y que no había bullying. Que de vez en cuando había una bronca pero se arreglaba con un par de puñetazos, que hacías pellas y no pasaba nada.

Y, sin embargo, el nivel de abandono escolar era bestial, el acoso escolar estaba presente en cada esquina y no había manera de atender la diversidad porque no sabías ni quién estaba en tu clase. Aprobaban los que tenían ayuda en casa o se podían pagar las clases particulares. Repetía curso hasta el apuntador.

Pero tú saliste bien, así que el resto nos quejamos de vicio, lo sé.

Hoy en día, a pesar de que todavía sigamos peleando la ratio, al menos somos capaces de identificar las necesidades de nuestro alumnado. Tenemos protocolos y sistemas para ver quién tiene problemas, se hacen pruebas a quien no llega, se tiene contacto estrecho con las familias (más que en mis tiempos de estudiante, al menos).

Se llega a más gente. Se localizan los problemas antes.

Por mucho que añoremos la fila de atrás, donde éramos poco menos que invisibles.

Nuestro trabajo es más público

Las redes sociales, gran parte de las veces, son puro postureo. Pero también son una buena manera de transmitir el estado de la educación pública.

Cuando mostramos lo que hacemos y compartimos lo bueno y lo malo, la gente puede ver que dar clase es más que abrir el libro en la página catorce y corregir los ejercicios con las respuestas del libro del profesor. Sobre todo cuando contamos lo que nos pasa, los obstáculos que nos encontramos, las trabas que nos pone, en su gran mayoría, la administración, ayudamos a las familias y a la sociedad en general a tener un momento de reflexión, un «no había caído en eso».

Por no hablar de lo mucho que ayuda ver que el resto de compañeros pasa por lo mismo que tú. Porque la sensación de que lo estás haciendo todo mal por no hablar de ello también pesa.

Dar clase es tarea de equipo. No se puede ser buen profesional si cierras tu puerta y te encierras en tu clase como quien se encierra a escribir un libro o un artículo en el blog (ejem). Dar clase es algo demasiado importante para que tu ego te impida hacerlo bien, y por eso las redes sociales, cuando no se habla desde el «pues a mí me trabajan», ayudan a que el estado de la educación pública mejore.

Los valores 

Siempre habrá quien recuerde con cariño su juventud, diciendo aquello de que antes se tenía más respeto y éramos más educados. No estoy de acuerdo: creo que nuestros adolescentes son mucho más educados y tienen muchos más valores que los que tenía mi generación. Y eso, por supuesto, afecta mucho a la calidad y el estado de la educación.

Sé qué van a decir muchos. Hablarán de las malas contestaciones (que las hay), de las amenazas incluso físicas (que abundan), de la chulería de unos cuantos (y de sus santos progenitores, que los están criando a su imagen y semejanza). Y no lo niego, los hay y son un problema.

Me refiero a otros valores y otros respetos. El que le tienen a su igual.

Porque, por mucho que nuestro cerebro recuerde otra cosa, de críos éramos unos bestias. Eso mi generación, los nacidos en los setenta, pero si te vas a la de mis padres, aún más. Aquello era la supervivencia del más fuerte y la muerte al débil, el sálvese quien pueda más absoluto. Si llevabas gafas, si te gustaba leer, si no eras un macho alfa… Todo era motivo de acoso, derribo y despellejamiento, a menudo de forma literal. Todo servía de excusa a los matones para repartir a diestro y siniestro.

Pobre del chico que tuviera un poco de pluma. Pobre si se descubría (porque se descubría, nadie se atrevía a decirlo) que alguien era gay. Pobre si estabas gorda, si eras torpe en gimnasia, si destacabas por algo que no fuera hacer el payaso.

No voy a pintar de color de rosa a la adolescencia de hoy en día, porque sé que sigue habiendo de todo. Pero en el instituto al que yo fui, donde más de un adolescente recibió hasta en el DNI por no ser heterosexual, hoy parejas del mismo sexo pasean de la mano y se morrean en el patio sin que nadie les haga el mínimo caso. Sigue habiendo acoso escolar, pero el profesorado está más formado para detectarlo y las medidas que se toman son mucho más eficaces que las de antes (no siempre y no todas, lo sé, pero no hay ni punto de comparación).

Ya no es la ley de la jungla. Ya no gana el más bestia. Ya sea por la educación que se da en casa, por la formación del profesorado, por la evolución de la sociedad, las cosas han cambiado.

Y qué quieres que te diga, ya era hora. Qué gusto dar ver que, aunque cuesta, las cosas cambian para mejor.


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Si lo que buscas es una lectura más amena, puedes hacerte con Armarios y fulares y reírte con esta comedia de enredos. O averiguar qué es lo que pasa en un fin de semana entre amigos en Antes de que todo se rompiera.

Gracias por estar ahí. Gracias por leer.

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