Qué manía tenemos con no compartir lo que nos pasa, así, en líneas generales. No hablo del postureo de las redes sociales y esas fotos de puestas de sol perfectas o cafés con leche monísimos que hacen que nuestra vida parezca perfecta cuando es una auténtica mierda. Hablo de compartir lo que de verdad ocurre durante el día a día. Lo bueno y lo malo.
Sobre todo lo malo, porque para lo bueno suele faltarnos tiempo. Corremos a contar que nos han ascendido, que hemos publicado un libro (o dos), que nos mudamos a una casa más bonita y más nueva, pero tenemos tendencia a callar, disimular o, directamente, mentir cuando vienen mal dadas.
Nadie cuenta, a las primeras de cambio, que ha perdido cinco mil euros jugando al bingo.
Nadie habla sin que le preguntes de su divorcio o su separación.
Nadie confiesa tener un hijo al que le guste el reguetón.
Y muy poca gente admite tener dudas sobre su trabajo.
Sobre todo en un área como la nuestra, la educación, parece que tengamos que ser súper héroes a tiempo completo. No es de extrañar, porque ay madre cómo se pone la gente cuando un docente mete la pata, ya sea de verdad o a juicio de los espectadores tras la barrera.
Pero lo cierto es que el mundo de la educación está lleno de dudas. A veces nos surgen sobre nuestra propia metodología. ¿Estaré dando unas clases muy magistrales? ¿Debería utilizar más las TIC? ¿Qué puedo hacer para motivar a mis chicos y chicas? Quien no se haya hecho alguna vez estas preguntas es que no se ha parado a pensar en su práctica docente. Es imposible estar en activo y no hacerlo si se pretende mejorar.
Las dudas, claro, no tienen por qué ser solo sobre metodología. ¿Quién no ha dudado alguna vez sobre cómo se hace un ACI? ¿Sobre cómo se redacta una memoria de fin de curso? ¿Soy yo la única que siempre entrega tarde las programaciones? ¿La única que no entiende qué hay que hacer con el puto PostIt? ¿La que se niega a hacer formación un sábado por la mañana, aunque mole tanto compartirlo luego en Twitter?
Dime que no, por favor.
Compartir es amar salud
No hay nada peor que guardarte tus dudas dentro. Nada peor que pensar que estás sola, que solo te pasa a ti, que toda la gente que te rodea lo hace bien menos tú.
¿No te recuerda a algo? Diría que una de las características más identificables de la adolescencia es, precisamente, creer que las cosas solo te pasan a ti. Solo tú sientes lo que sientes por ese chico o chica que te gusta, solo a ti te trata mal la vida, solo tus padres son unos capullos (siempre son peores que los de tu amiga, que te parecen guays y no entiendes por qué tu amiga se avergüenza de ellos). Las canciones (de amor, normalmente) solo te hablan a ti y si ese famoso o famosa por quien todo el mundo babea te conociera “de verdad”, vería que tú eres distinta y se enamoraría locamente de ti.
(Dime que esto último le pasa[ba] a más gente, hazmelfavorpordios).
Pero no. Nuestra sociedad es mucho más homogénea de lo que creemos, e igual que esos adolescentes que creen haber descubierto el amor (y el dolor que produce), los docentes también creemos que hay cosas que solo ocurren en nuestra clase y que tenemos que lidiar a solas con ellas.
A veces (muy a menudo) es por vergüenza, porque no queremos que los demás piensen que no somos las personas adecuadas para estar en el aula.
Pero en cuanto abres la boca y lo cuentas, te das cuenta no solo de que no eres única, sino de que lo que te ocurre no es tan grave y, en la gran mayoría de casos, tiene remedio (o de verdad es muy poco importante).
Tres motivos para confesarse
Los católicos tienen esto más que estudiado, pero claro, como trabajo en una escuela laica y en los últimos veinte años no he pisado en una iglesia más que en funerales (y ni entonces, si puedo evitarlo), una tiene que encontrar sus propios motivos por los que confesar lo que va mal y lo que no sé ayuda.
1. El primero y el más obvio es porque hablar de las cosas hace que las saquemos de dentro, y una vez fuera ya no hacen (tanto) daño. Confesar que has hecho algo mal en clase y mostrar verdadero arrepentimiento es el primer paso para la redención.
Uy, espera, que se me ha colado un cura al teclado. El primer paso para mejorar, quería decir.
No sé si llegarás al cielo admitiendo que levantas la voz en clase o que les has puesto una ficha en lugar de seguir con el proyecto porque estás en mayo y ya no puedes ni con tu alma, pero estoy segura de que te va a hacer sentir mejor. Sobre todo porque, seguro, habrá alguien que te mire con cara de pez y te diga aquello de “¿Y? ¿Qué pasa, que no se debe? Porque yo lo hago todo los días”.
Lo que me lleva al segundo motivo.
2. Nadie es perfecto y todo el mundo mete la pata. Lo digan o no. Igual que tú te has callado muchas cosas durante años, el resto también se las calla. Pero cuando tú hablas y lo compartes, se dan cuenta de que no están solas. “Ay, menos mal que dices eso. Yo también los he puesto a trabajar en silencio porque me estaban volviendo loca y hoy tengo un dolor de cabeza que no me aguanto ni yo”. “Sí, yo también he entregado las programaciones tarde”. “¿Entregarlas dónde? ¿No basta con tenerlas hechas?». «¿Qué programaciones? ¿De qué habláis? ¿Eso dónde lo venden?».
Por supuesto, siempre tienes a quien te mira con cara de superioridad y te suelta un “pues yo las tengo hechas ya. Y solo trabajo por proyectos. Y en mi clase solo escribimos en el ordenador. Y a mí me trabajan”.
Tranquila. Esa gente miente más que habla.
3. Compartir las cosas que crees estar haciendo mal no solo sirve para que tú y quien te escucha os sintáis mejor. También sirve para darte cuenta de que esa profesora que parece andar sobre las aguas y a quien tanto admiras porque sus niños y niñas la adoran mete tanto la pata como tú y aun así saca adelante la clase con grandes resultados y el cariño de su alumnado.
Porque al final, eso es lo que importa: que los niños y niñas aprendan, tengan ganas de venir a clase y no pierdan la curiosidad. Si en un mal día les pegas un grito o pides silencio y al día siguiente te vienen a abrazar y a contar sus cosas, es señal de que estás haciendo las cosas bien. No son idiotas: saben a quién le importan. Si les demuestras eso, todo lo demás es circunstancial.
Y el noventa y nueve por ciento de las veces, se puede arreglar.
Ahora ya sé que no estoy sola, pero durante muchos años creí que sí. Entonces empecé a hablar con las compañeras sobre las cosas que me pasaban en clase, las de verdad, no solo las anécdotas graciosas, y me di cuenta de que a todas nos pasaba lo mismo. Y me sentí un poco mejor. Las redes sociales (y en especial Twitter, donde me he unido a un claustro virtual maravilloso y muy divertido) me han ayudado aún más a ver que en todas las clases cuecen habas.
Sí, yo también me sé el refrán: mal de muchos, consuelo de tontos. Pero más gilipollas sería si, además de sentirme tonta, me sintiera sola. Pocas cosas hay peores que esa.
¿Qué has confesado tú que te haya hecho sentir alivio?
¿Qué no te has atrevido a confesar nunca?
Como siempre, te recuerdo que, si te gusta el contenido del blog, es muy probable que disfrutes de Profe, una pregunta, donde hablo de todas esas dudas que surgen en el aula y ningún gurú ha sido aún capaz de contestar. Y si lo que buscas es una lectura ligera para echar unas carcajadas, prueba con Armarios y fulares y conoce a Alan, el profe «chachi» que me encantaría ser.
Y si estás en Vitoria el jueves, 18 de octubre, pásate por la librería Elkar de la calle San Prudencio sobre las siete de la tarde y échate una risas con Manolo y conmigo mientras hablamos del libro en la presentación de Profe, una pregunta. Los pintxos y zuritos de después corren de mi cuenta.
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