Pido perdón de antemano por publicar esta entrada tan tarde. No me refiero al día de la semana (lunes, siempre es lunes), sino a que, si he hecho bien mi trabajo, cuando leas esto vas a ir corriendo a la página del MEC para ver qué posibilidades tienes de coger la maleta y largarte al otro lado del mundo, y muchos plazos ya se habrán acabado. Siempre me pilla el toro. Todos los años. Menos cuando hice yo los papeles, claro.
Cuando estudié magisterio, entré en la carrera con el cuarto curso de la Escuela Oficial de idiomas aprobado (de cuando eran cinco, ojo). Comparado a la gente que me rodeaba, tenía muy buen nivel, incluso en mis clases de la universidad, y creía que con eso bastaba para dar clase. Se me ofreció la oportunidad de ir de Erasmus a Inglaterra y a mí, además de canguelo, me dio la risa, porque yo “ya sabía inglés” y no necesitaba aprender más.
Pero qué boba he sido y qué boba sigo siendo a veces, madre.
Por suerte, un par de años más tarde se apoderó de mí un ramalazo de espíritu aventurero que no sé de dónde me vino y me lancé a la aventura. La idea de vivir sola seis meses en Inglaterra me había dado un pánico tremendo a los diecinueve, y ni siquiera ir de au pair un verano me atraía lo más mínimo; pero a los veintiuno me lancé a buscar plaza en los EEUU y a los veintitrés me monté por primera vez en mi vida en un avión que me llevó hasta San Francisco.
Permitidme que lo repita, porque igual no os habéis dado cuenta de un detalle: me monté en un avión POR PRIMERA VEZ EN MI VIDA. A LOS VEINTITRÉS. Catorce horas de vuelo, sobre un océano y todo un continente, sin haber pisado antes un aeropuerto más que de visita.
Lo que iba a ser una aventura de un año, lo justo para ir y mejorar un poco el acento, se convirtió en una migración como está mandado que duró siete, y, a decir verdad, aún no tengo muy claro qué me impulsó a volver. Bueno, sí: era la decisión más sencilla, porque se me habían acabado las extensiones del visado y era el momento de tomar una decisión definitiva: pedir la green card o volver a casa.
Y volví a casa.
No voy a entrar a valorar si esa fue la elección correcta, porque el tiempo tiende a borrar los malos recuerdos y a ensalzar solo lo bueno, y ahora solo recuerdo los fines de semana en San Francisco o en Las Vegas pero elijo olvidar las interminables tardes en King City sin nada que hacer. (Igual que me pasó allí cuando recordaba Vitoria, que solo me acordaba de la ciudad de mayo a septiembre, no de sus inviernos y sus eternos otoños lluviosos). Lo que sí puedo valorar es que ese impulso de ir (y la decisión de quedarme más tiempo) fue lo mejor que me ha pasado en la vida.
Podría escribir todo un libro sobre cómo me cambió la experiencia a nivel personal, pero prefiero centrarme en cómo me cambió a nivel profesional. Y es que los beneficios de vivir en el extranjero son tantos que no me canso de recomendar a todas mis compañeras (sobre todo a las más jóvenes, que suelen ser las más valientes) que hagan la maleta y se lancen a la aventura.
Vivir en el extranjero es la única manera de aprender el idioma
Os oigo, sí, os oigo. “Pues claro, esto ya lo sabemos, listilla de las narices”. Ya, ya sé que lo sabéis. Pero no todo el mundo lo tiene tan claro.
Nunca insistiré bastante, así que permitidme que os dé la tabarra.
No importa cuánto te esfuerces en clase, cuántos profesores nativos tengas, las buenas notas que saques, las horas que metas en casa estudiando: nunca, nunca, nunca conseguirás aprender el idioma a un nivel alto si no vives durante una buena temporada en el país de origen. Y dos semanas de intensivo de inglés a los diecisiete no valen.
Nunca, nunca, nunca, nunca. De verdad. Nunca.
No hablo sólo de la pronunciación, algo que todo el mundo entiende que es muy difícil adquirir sin moverte de casa, sino esos dichos comunes, esas frases gramaticalmente incorrectas que son las que de verdad se utilizan, esos dobles sentidos que solo se encuentran en el lenguaje hablado y ningún diccionario, libro de texto o profesor te va a explicar nunca.
Lo que viene a ser la pragmática de la lengua, vaya.
En mi caso, por ejemplo, aprendí que en Estados Unidos “shut up” es una de las peores cosas que le puedes decir a un niño o a una niña en clase, equivalente a “cierra la puta boca” (por más que no haya ningún taco en la frase, pero yo qué sé, cosas de los americanos). También aprendí que “hell “ es un taco muy gordo que nunca, nunca puedes decir frente a tus alumnos (ni para decir “it’s so hot today, it feels like hell!”, como hice yo en toda mi inocencia). Y “bitch” es una palabra perfectamente aceptable entre amigas, pero te puede ganar un sopapo si la sueltas como un insulto a alguien que no conoces; “whore”, sin embargo, no es aceptable nunca. Aunque seáis íntimas.
Ya veis, lo primero que aprendí fue a jurar con propiedad. Qué pasa, soy vasca, hostia.
Enseñar un idioma implica enseñar su cultura
¿Cómo vamos a enseñarles la cultura de un país si solo hemos estado allí de vacaciones? Bueno, vale, sí, se pueden captar muchas cosas solo en quince días, pero normalmente te quedas con los tópicos y con lo que te cuentan las películas americanas. (En mi caso, claro. Pero tampoco es que las series de la BBC den muchos más datos. Hello, Mr Bean!).
¿Sabíais que la gente celebra más Acción de Gracias que Navidad, por ejemplo? ¿Que muchos profesores van a preparar las clases el domingo a la escuela? ¿Que allí existe un simulacro de incendios, otro de terremotos y otro de “extraño con arma en el campus”? No existen los radares fijos de velocidad, solo hay coches de policía camuflados con radares que, en cuanto pasas a más de lo que toca, salen a perseguirte y te hacen parar en el arcén para ponerte una multa, a veces incluso con la pistola en la mano si llevas un coche demasiado viejo, tienes aspecto extraño (o sea, eres de raza «no blanca») o tardas más de lo que a ellos les parece correcto en parar.
Esto lo sé porque… me lo han contado. Varias veces.
No hay cosa más dañina que los estereotipos, y está en nuestra mano, como profesoras de lengua extranjera, asegurarnos de que no perpetuamos ideas que, a la larga, no sirven más que para convertir a nuestros niños y niñas en adultos intransigentes. Eso solo se consigue conociendo muy bien la cultura de la que hablamos.
Y tratando de evitar contar solo lo de la policía con pistola y el simulacro de armas en la escuela, claro. Que tampoco es plan de acojonar al personal, como he hecho yo más de una vez.
Harás contactos que te servirán toda la vida
Nada como tener conocidos en el extranjero para organizar unas vacaciones para ver a “tu gente”. Desde que volví, hace ya la friolera de doce años, he estado un par de veces en California y varias personas han venido a verme a Europa (una amiga y yo nos encontramos en Roma y nos marcamos un estupendo viaje por Italia, por ejemplo). Ahora mismo, una compañera de aquella época está viviendo en Sudáfrica, así que podéis imaginar qué viaje quiero hacer próximamente.
(Tardé veintitrés años en montarme en un avión, pero estoy recuperando con creces el tiempo perdido).
También puedes utilizar esos contactos para tu clase, claro. Yo llevo años organizando una actividad similar a los pen-pals de toda la vida, pero con tecnología moderna y más inmediato. Mis alumnos y los de una compañera de allí intercambian vídeos, emails y mensajes, e incluso llegamos a enviarles una caja con tarjetas de Navidad hechas a mano (y recibimos una con tarjetas de San Valentín, porque allí no es solo el día de los enamorados, sino el de la amistad. ¿Veis? ¿A que esto no sale en Friends ni en Fraiser?).
Por supuesto, el mero hecho de tener amigos allí, sin necesidad de motivo ninguno, es un subidón. Al fin y al cabo, cuando pasas tiempo en un lugar, trabajando y conviviendo con la gente autóctona, se convierte un poco en tu casa. Yo, por ejemplo, soy más estadounidense de lo que me gustaría admitir, pero no se lo digáis a nadie.
(Por eso lloré —de verdad, lloré— el día que Trump salió elegido. Además de lo que afecta al mundo entero, para mí fue como una afrenta personal).
La experiencia te cambiará la vida
Ojo: tampoco es verdad que vayas de una manera y vuelvas de una forma completamente distinta. Seguirás siendo responsable o irresponsable, igual que cuando fuiste, alocada o algo más seria, optimista o pesimista, pero que algo así te cambia la vida es lógico y no creo que haya mucha gente que lo ponga en duda.
Quizás fueras tímida cuando fuiste, y te volviste un poco más abierta porque qué remedio. Quizás adquieras rasgos de la cultura en la que estás inmersa y vuelvas cambiada porque ya no eres ni de allí ni de aquí, y tienes unas ganas tremendas de montarte una isla en el Atlántico y montar tu propia civilización.
Quizás sea, simplemente, que en los siete años que has estado fuera maduras, igual que hubieras madurado en tu casa, solo que en otra dirección porque el viento sopla distinto.
Somos lo que vivimos, y todo lo que nos toca nos cambia. Las experiencias extremas o traumáticas, aún más. Irte a vivir al extranjero no tiene por qué ser extremo (y espero que no sea traumático), pero sí supone un cambio mayor que el irte a vivir fuera de casa al barrio de al lado. Si además te pilla joven, como me pilló a mí, el cambio es inevitable.
Y es enriquecedor, muy enriquecedor. Sobre todo para poder decirles a nuestros alumnos y alumnas que lo que tienen delante de sus narices no es la única realidad que existe y que hay más mundos ahí fuera. Nuestra labor también consiste en decirles que, a veces, los sueños se cumplen. Yo soñaba desde muy pequeñita con vivir en Estados Unidos (desde que empecé Los Hollister a los seis años, anda que no ha llovido), y lo conseguí.
Aunque, por desgracia, para muchos de ellos no será fácil.
Pero para los docentes sí lo es. El MEC tiene un montón de programas en los que se puede participar sin necesidad de ser funcionario de carrera; el que me llevó a mí a tierras americanas es el de Profesores Visitantes, que antes solo era para EEUU y Canadá (¡SOLO!, ¡ANDA QUE NO HAY SITIO AHÍ PARA LLENARLO DE GENTE!) y ahora se ha abierto también a Reino Unido.
(OJO: no os durmáis, que el plazo acaba esta semana; os da tiempo si andáis viv@s, y, si no, sabed que la convocatoria sale todos los años a finales de noviembre).
Si dominas otro idioma que no sea el inglés, quieres quedarte en Europa o ir a un país de habla hispana, también hay opciones, aunque las plazas están contadas y ya hay que tener oposición.
(La plaza de Australia es para mí. No la miréis siquiera, pasad de largo. Es mía, ¿me oís? ES MÍA, HE DICHO).
Para los amantes de la aventura, siempre podéis ir por libre y buscar agencias de contratación privadas (pero andaos con ojo, que hay mucho jeta suelto. TES es bastante fiable, creo, pero comprobad la escuela antes de firmar nada). En Reino Unido, por ejemplo, se dan de bofetadas por profesores nativos en las escuelas de secundaria privadas, aunque suelen pedir francés también. Cuantos más idiomas tengáis, como es lógico, más fácil lo tendréis.
Si acabáis de terminar magisterio o el dichoso máster que os da acceso a secundaria, es vuestro momento de hacer las maletas. No esperéis a tener una hipoteca, una pareja que no pueda acompañaros, cualquier tipo de carga: hacedlo ahora. Ni siquiera importa el sueldo (aunque ya os digo que vais a ganar mucho más que aquí), solo la aventura. Es una inversión en futuro de la que no os arrepentiréis.
Si queréis saber más sobre mi experiencia en Estados Unidos, echadle un ojo a Armarios y Fulares. No es autobiográfica, pero mucho de lo que en la novela se cuenta lo viví en primera persona. Y así también conocéis al mejor profesor del mundo, que nunca está de mal tener buenos ejemplos. Al fin y al cabo, para eso vamos, ¿no? Para dar clase.
(Ah, ¿no es para probar las hamburguesas del In-N-Out? Pues vaya. Para eso me quedo donde estoy).
¿Has hecho las maletas alguna vez?
¿En qué país te gustaría trabajar si pudieras?
No Comments