Cada día que pasa oigo a más docentes diciendo que han perdido la ilusión por dar clase. Que la vocación, lo que quiera que sea eso, se ha ido por la ventana con tanto cambio y tanta piedra contra la profesión (a veces tiradas desde dentro). Muchas y muchos nos hemos lanzado al quiet quitting, o la renuncia silenciosa esa que han inventado los estadounidenses.
Renuncia silenciosa que viene a ser trabajar las horas que te pagan y hacer lo que te piden, sin meter ni un minuto más ni hacer ni una pizca más de lo que tu puesto exige.
Eso, en educación, es prácticamente imposible. Porque no se pueden preparar las clases, corregir ejercicios o proyectos, formarse y dar clase en las horas que marca nuestro contrato. No. Se. Puede.
Si encima trabajas en Estados Unidos, lo del quiet quitting se entiende casi como una huelga, porque no aceptar todas las cosas que se hacen fuera del horario es poco menos que anatema.
Tanto a un lado como a otro del charco, las conversaciones sobre buscar otra cosa que hacer con la que pagar las facturas son ya tan comunes como quejarse del calor en verano y del frío en invierno. Cualquiera que lleve más de una década en el aula dice que no va a ser capaz de aguantar así toda una vida laboral.
Yo llevo 26 cursos y, si no cambia la ley, me quedan 20 más hasta poder jubilarme.
Solo de pensarlo quiero gritar.
Imagino que esto es algo que pasa en todas las profesiones. También creo que es algo que tiene que ver con la época que vivimos, porque yo no recuerdo a mi padre quejándose de que su trabajo lo agotara o diciendo que quisiera cambiar (y trabajó desde los 14 hasta los 66 en la misma empresa, prácticamente).
Tampoco recuerdo a ninguno de mis profesoras o compañeras cuando empecé en esto diciendo que no iban a aguantar toda la vida haciendo lo mismo.
No conozco a nadie de una generación mayor que la mía que se haya salido de la educación reglada, aunque sí había mucha gente que llevaban lo de la renuncia silenciosa a su máximo esplendor (que, recordemos, se basa en cumplir con tu horario).
Lo que sí conozco es a un puñado de gente que de mi edad que ha tomado otros caminos tras una década (e incluso menos) de dar clase en Primaria.
A veces pienso en qué me gustaría hacer durante ocho horas todos los días para el resto de mi vida. Es difícil, porque mi formación es tan específica que solo me preparó para enseñar.
Pero a veces, ¡ay!, a veces sueño.
La renuncia silenciosa o por qué los docentes están hasta el moño
Quizás tenga que ver con la edad y la energía que requiere este trabajo, o quizás con que ya he llegado a esa etapa en la que cualquier tiempo pasado nos parece mejor. Los recuerdos no son fiables y están basados en cómo te sentías en ese momento, más todo lo que lo has embellecido al recordarlo.
Dicen que no recordamos un recuerdo, sino la última vez que recordamos un momento. Por eso todo el mundo es más guapo, las casas de nuestra infancia más grandes, nuestras amistades de antes más sinceras. El teléfono escacharrado de nuestra memoria nos juega malas pasadas.
Pero creo que el cambio que se está dando en educación no necesita echar mano de nuestros recuerdos. Ni siquiera me voy a ir hasta la EGB, que yo no conocí como maestra pero viví como alumna.
Me basta con recordar cómo era mi familia, o las familias que tuve los primeros años de docencia. Las de ahora están tan agobiadas con horarios laborales que no pueden venir a las tutorías, bajo riesgo de perder el trabajo.
Me basta con fijarme en los cambios sociales que hacen que niños y niñas de diez o doce años pasen mucho más tiempo solos del que deberían.
Me basta con pensar en los cambios culturales que hacen que levantar la voz en clase sea casi motivo de denuncia.
Y solo hay que fijarse en el ninguneo al que está sometida la escuela pública. En la financiación de la escuela concertada y sus cuotas ilegales, que hacen que la división socioeconómica se note hoy más que nunca.
Los tiempos cambian, las familias cambian, la sociedad cambia. La escuela siempre ha cambiado y se ha adaptado. Cuando yo era pequeña, jugábamos a pillar a grito de «¡Si te pilla tienes SIDA!», y quién de mi generación no ha soltado un «¡Maricón el último!» que ahora mismo cualquier docente cortaría de cuajo si lo oyera en el patio.
Había mucho más acoso, aunque lo llamábamos «cosas de niños» en vez de bullying. Los profes se mojaban lo justito y decían cosas como «Es que tú tienes que hacer algo por integrarte».
Quien lo sufrió lo sabe. En eso se ha avanzado una barbaridad.
Pero ahora a la escuela se le ha empezado a exigir cubrir unas necesidades que siempre han cubierto otros agentes sociales. Se ha recortado tanto que apenas existe ya la figura del orientador (creo que Euskadi es de las pocas comunidades que tiene uno por escuela); las PT están desbordadas porque se van sumando horas de atención directa a un horario que ya estaba justo; el papeleo y la burocracia para cualquier trámite son tales que se te quitan las ganas de hacer nada.
La inspección, las delegaciones, cualquiera que esté por encima de la dirección del centro se limita a dar más trabajo. Pedir ayuda a alguien con poder para hacer algo frente a un problema es morirte de miedo porque te van a hacer la inspección a ti, no al problema.
En dos años en dirección aprendí que, si no podíamos solucionarlo desde el centro, no había solución.
Qué triste y qué real.
Por no hablar de que la escuela, ahora mismo, es poco más que un aparcaniños para según qué parte de la población, y no mucho más para algunos mandamases. La escuela debería ser el lugar donde los niños y niñas van a aprender (entienda cada uno lo que quiera ahí, ya sea conocimiento, competencias, modales o a conocerse a una misma). Ahora es el sitio en el que dejarlos porque hay que ir a trabajar.
Ya lo dije en su momento: lo entiendo. La sociedad se nos está cayendo a pedazos y cada uno se agarra a lo que puede para salir adelante.
Ahora los y las docentes tienen que ser transmisoras de conocimiento (ya lo éramos), psicólogas (lo hemos sido siempre), informáticas (con equipos del ’36), epidemiólogas (siempre hemos cuidado de los peques con fiebre a quien no podían venir a buscar, ahora más) y un poco adivinas, porque tenemos que preparar a nuestro alumnado de hoy para las profesiones que aún no existen.
Siempre pensando en crear obedientes currelas para mantener el sistema. Qué bonita profesión la nuestra.
Renuncia silenciosa que no debería existir
La renuncia silenciosa debería llamarse «cumplir con tus obligaciones». Ni una menos, pero tampoco más.
En vez de eso, vamos a fijarnos en las vacaciones que tienen los maestros.
Vamos a recordar ese profesor horrible que tuvimos (en todas las profesiones hay manzanas podridas).
Vamos a reinventar la rueda en forma de nueva ley que no hacía ninguna falta y solo limita más la libertad de cátedra.
Hay tantas cosas que podrían hacerse para arreglar la educación y favorecer al mismo tiempo a las familias… Pero cuestan dinero (que no iría a los bolsillos de los maestros, vamos a poner eso por delante), así que no interesan.
Mejor preguntarse qué estará pasando, como con los y las profesionales de Medicina y Enfermería. «¿Por qué se irán todos al extranjero? ¿Será por las mejores condiciones de trabajo, estabilidad, salario, oportunidad de formación? No, no puede ser eso. Qué curioso…».
Siempre habrá docentes llenos de energías que se ocupen de nuestros peques. El relevo generacional, por suerte, está ahí. Sigue siendo (de momento y en Europa) una profesión bien pagada.
Pero la renuncia silenciosa se va a convertir en estampida generalizada como no nos andemos con ojo.
Espero equivocarme. Probablemente solo esté cansada.
Y enfadada también. Pero sobre todo cansada.
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Como siempre, gracias por estar ahí. Gracias por leer.
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